Por mucho que adore los juegos de naves, entiendo por qué el género está desapareciendo. Son muchas cosas las que están haciendo que uno de los contextos más paradigmáticos e históricamente importantes de la historia del videojuego esté marchitándose poco a poco. La que fue en su momento la fórmula mainstream por antonomasia, aquella que llegó a convertirse en sinónima de videojuego a secas, en la época de Galaga o Space Invaders, ha ido sufriendo un encogimiento progresivo, un estrechamiento paulatino de sus fronteras que la han ido alejando del público generalista en favor de otros videojuegos más populares, como los plataformas en los noventa, o los sandbox y los shooters en primera persona en la actualidad.
Parte del problema radica en cómo funciona un STG (otra forma de referirse juegos de naves). Los shmups son juegos muy pequeños, diseñados para ser completados en menos de una hora, asumiendo que uno ha desarrollado el callo suficiente con el juego como para ser capaz de completar la hazaña. Esto, sin embargo, es de todo menos fácil, y por eso la relación del jugador con el juego de naves se basa, en realidad, en horas y horas de práctica, paciencia y disciplina intercaladas por un par de partidas en las que todo se alinea para llegar a la meta. Jugar a juegos de naves y aprender a jugar juegos de naves son una y la misma cosa, y hacen que la idea de disfrutar de este género se parezca mucho a todo ese grupo de actividades que, como aprender a tocar un instrumento o a hablar un idioma, consisten en la adquisición progresiva de una habilidad más que en el disfrute instantáneo de la misma. Esta forma de jugar, basada en poner tiempo y esfuerzo de forma continuada para algo de lo que no vamos a obtener los frutos hasta mucho tiempo después, por mucho que tenga de bella, de admirable, de valiosa como testimonio de una época, la de los arcades, que ya no existe, es una forma de jugar que no tiene sentido en el panorama actual. Por mucho que me duela reconocerlo, está, al menos en los términos del público generalista, completamente obsoleta.
Pero los juegos de naves han resistido contra viento y marea, han aguantado de forma admirable pero fallida cómo la industria los dejaba cada vez más atrás y han abrazado con intensidad su condición de nicho. Los STG puros siguen enrocados en su fórmula basada en high scores, aunque el anonimato de internet y las leaderboards le hayan robado todo el significado e interés a competir con alguien real que físicamente juega en tu misma máquina, y en partidas por créditos, aunque la acción física de introducir monedas para poder continuar la partida haga años que ha desaparecido. Incluso en el panorama indie, donde cabría esperar cierta inclinación a probar cosas nuevas, a experimentar y transgredir contra los cánones del género, la cosa está sorprendentemente parada, con infinitas variaciones e iteraciones de ideas que son cada vez más viejas. A pesar de todo, sigo adorando los juegos de naves, no lo puedo evitar. Para mí hay algo increíblemente puro en la breve secuencia con la que abre cada nueva partida de Ikaruga, con la nave saliendo de la lanzadera en un estallido al compás de la música; algo mágico en la lenta y sorprendentemente bella secuencia de entrada atmosférica con la que abre la tercera fase de RayForce. Creedme cuando os digo que amo los juegos de naves tal y como son, pero necesitaba algo más. Necesitaba algo moderno, algo nuevo, un juego que golpease por fin y con energía en el pecho de uno de los géneros más bonitos de la historia del videojuego para reanimarlo de una vez y despertarlo del prolongado letargo.
Necesitaba ZeroRanger.
Hay dos personas que, de forma más o menos involuntaria, han hecho con sus respectivos trabajos que se vuelva a hablar de los juegos de naves en el ámbito popular. El primero es Yoko Taro, que encontrando inspiración en los bullet hell incorporó mecánicas del género de disparo tanto en el Nier original como Automata. El otro es Toby Fox, porque aunque Undertale viste los ropajes de RPG su sistema de combate basado en esquivar proyectiles es una referencia directa a los shmups, aunque al final su juego no sea ni una cosa ni la otra, sino esa mezcla única e inconfundible que ha enamorado a tanta gente. ZeroRanger es un juego que comparte con los de Taro y Fox esa cualidad de reventar sus costuras periódicamente, de romper constantemente los moldes en los que parece querer encajar, de subvertir sistemáticamente las expectativas del jugador; por eso también comparte con ellos la cualidad de que cuanto menos se diga de ellos, mejor. La persona que me dio a conocer ZeroRanger, a la que a partir de ahora estaré eternamente agradecido me lo propuso justo así, comparándolo con Undertale y Nier, y aunque este tipo de analogías pueden llegar a ser la forma más perezosa y pobre de definir un juego, como cuando comparamos absolutamente todo con Dark Souls, en este caso es la forma más directa y eficaz de hacer justicia al juego: ZeroRanger es, efectivamente el Undertale, el Nier de los juegos de naves, y lo es de maneras que van incluso más lejos de lo que podría haber anticipado antes de empezar a jugar.
No puedo, o no debería, profundizar más en esta comparación, al menos si quiero que el juego conserve todo su impacto, pero de lo que sí puedo hablar del tipo de juego que es ZeroRanger como tal: uno de esos títulos vibrantes, personales (fruto del trabajo de dos personas a lo largo de un ciclo de diez años), audaces, estimulantes. Un videojuego que no solo tiene cosas en común con con los esfuerzos más transgresores y experimentales del medio, sino también con esa inquietud mecánica que define los juegos de Hideki Kamiya, capaces de reinventarse cada poco tiempo y de tejer complejísimas redes de referencias que abarcan tramos enteras de la historia del videojuego en poco más de un par de horas. ZeroRanger es uno de esos juegos que se sienten realmente frescos, que adoptan convenciones e ideas solo en la medida en que le permiten trascenderlas, transformarlas, llevarlas más lejos. Porque ZeroRanger es un juego de naves, sí, pero es un juego de naves que quiere ser algo más, que no encuentra satisfacción ni complacencia en ejecutar bien todo ese corpus canónico de convenciones que han definido al género durante más de treinta años. ZeroRanger quiere ser algo más que un juego de naves, quiere, simple y llanamente, ser un videojuego a secas; uno extraordinario, uno de esos títulos que quieren abrir las puertas a nuevos territorios, que no se conforman con quedarse en un conjunto de mecánicas bien elaboradas o una trama bien construida. Una experiencia, un viaje, un cuerpo de sensaciones que cobra vida y que configuran ese poso peculiar que define los mejores esfuerzos que ha dado el medio.
Pero esto podría hacer pensar que ZeroRanger es un juego transgresor a costa de hacerle el corte de mangas a su herencia o de adoptar una actitud hostil con ella, pero nada más lejos de la realidad. El juego de System Erasure es, de hecho, la carta de amor más bonita que se ha escrito jamás a esos treintaitantos años de tradición que definen a los juegos de naves. La mención anterior a Kamiya no era accidental, pues ZeroRanger comparte con los juegos de la figura estrella de Platinum Games su capacidad para abarcar y al mismo tiempo elevar a todos los juegos que le sirven de inspiración. La capacidad de ZeroRangerpara estimular la imaginación y la memoria del jugador es increíble. Gradius, Radiant Silvergun, DoDonPachi, todos los hitos del género están representados de una manera u otra en el juego, hasta el punto de convertirlo en una suerte deSuper Smash Bros mecánico de los juegos de naves donde se dan cita los mejores diseños y sistemas de juego desde la NES hasta la actualidad. Pero de la misma manera que los juegos de Sakurai rescatan personajes y momentos de la historia del videojuego para configurar una obra que le pertenece enteramente a él, ZeroRanger tampoco se queda en un ejercicio de nostalgia estéril. El juego de System Eraruse, el estudio finlandés responsable del desarrollo, extrae potencial de todos esos juegos que de alguna manera u otra se han hecho un hueco en el imaginario de los aficionados del género, pero lo hace moldeando sus ideas y dándoles sentido en el interior de su propuesta. Siempre hay un giro en la manera que tiene el juego de establecer su genealogía a través de referencias, una sorpresa que acompaña al gesto de incorporar nuevas cartas en la baraja que sirven para concentrar nuestra atención y disparar nuestro interés a lo más alto.
El truco está en la ejecución. Si ZeroRanger fuese un poco peor de lo que es, si la implementación de todas esas mecánicas que replica de todos esos juegos que quiere homenajear fuese un pelín menos buena, todo se desmoronaría y quedaría reducido a ese pastiche nostálgico sin interés del que vengo hablando. Lo que ocurre, en cambio, es que ZeroRanger tiene branquias, y están tan desarrolladas que a pesar de ser un juego literalmente inundado de referencias nada de eso le impide extraer su propio oxígeno y convertir las conexiones con otros juegos en una fuerza que le impulsa aún más lejos en sus ambiciones particulares.
Me vería obligado a reducir el nivel de entusiasmo si, por ejemplo, estéticamente el juego fuese menos bueno, pero tampoco contamos con esa suerte. La banda sonora es estelar, una de esas cargadas de melodías y motivos memorables que uno no quiere dejar de escuchar y que te descubres tarareando incluso horas después de haber cerrado el juego. Hasta la paleta de color, que podría imaginarme como el elemento más controvertido o menos atractivo del juego, gana enteros cuando echa el ancla sobre el resto de componentes estéticos, reivindicándose dentro del conjunto de forma inesperada (el enemigo al que nos enfrentamos es una flota extraterrestre de nombre en clave Green Orange; el título del juego puede leerse como ZeroRanger pero también como 0 Ranger, es decir, Oranger; al morir el juego nos ofrece una breve cita con datos curiosos y trivia sobre el color naranja). Las referencias tienen también peso capital en el valor artístico del juego, con una trama cargada de motivos visuales y temáticos que gritan GAINAX por los cuatro costados y que recrean con gusto exquisito algunas de las escenas más icónicas de Evangelion, Tengen Toppa Gurren Lagann o Gunbuster, por mencionar solo algunas.
ZeroRanger es el mejor juego de 2018 del que no habías oído hablar hasta ahora. Un supuesto juego de nicho de un género olvidado que se reivindica tirando abajo todos los muros que se ponen en su camino con un taladro cósmico en una mano y un bláster de energía en la otra. Un juego cargado hasta los topes de sorpresas, de guiños y de momentos subversivos y brillantes. Puedo entender que su contexto y las circunstancias que le rodean (pertenecer a un género poco popular, estar desarrollado por dos personas sin nombre en la industria, sin Devolver, Annapurna o cualquier otra detrás y sin recursos para una campaña publicitaria potente) lo hayan alejado demasiado de los focos. Incluso puedo entender que para la mayoría de la gente sin ese bagaje con los juegos de naves el impacto y la relevancia del juego sean menores, pero nada de eso cambia que estamos ante un juego imprescindible, uno de los mejores títulos del año que acabamos de dejar atrás. No sé si habré conseguido convencer a alguien con eso de que ZeroRanger es el Undertale o el Automata de los juegos de naves, pero una cosa sí tengo clara: no se merece ni un gramo menos de consideración.