*AVISO: Este artículo contiene spoilers significativos de The Stillness of the Wind
Siempre que pienso en la gestión de recursos, pienso en el mecanismo capitalista. No por demonizar el género, sino porque se buscan los mismos objetivos que se aprenden el primer día de una clase de economía. Maximizar beneficios reduciendo costes. En videojuegos de la estirpe Harvest Moon funcionamos como autómatas haciendo pequeñas tareas hasta que el placer surge de ver números crecer exponencialmente y mirar atrás admirando lo lejos que se ha llegado. Ver vídeos de algunas granjas en Stardew Valley recuerda a esos planos de Koyaanisqatsi en los que se comparan las ciudades con chips informáticos.
Es por esto que cuando un juego cuya mecánica principal es la gestión de recursos obliga a tomar una posición de austeridad me capta inmediatamente. Normalmente tiene que ver con que la finalidad del sistema toma un papel comunicativo, sin llegar a alejarse de la mera consecución de tareas. Esto provoca que mirar atrás en This War of Mine no cause satisfacción, sino dolor. Porque los que comenzaron el viaje ya no están y probablemente los que quedan hayan pasado por más situaciones duras e indecorosas de las deseables. Y aun así recuerdas ese momento en el que simplemente decidiste seguir adelante cuando el cuerpo pedía lo contrario.
The Stillness of the Wind es perfecto a este respecto. Y lo es porque el tiempo aquí es finito, tanto el de las jornadas, como el que le resta a la vida de Talma, la protagonista. Una anciana viuda que es la única persona que sigue habitando la desértica zona en la que cuida de su hacienda. No es necesario que la gestión de recursos esté pulida porque, simplemente, los días no cunden para hacer más de dos tareas. Porque Talma camina despacio, le cuesta cierto tiempo levantarse de la butaca tras el desayuno y coger un cubo de agua en el pozo que está a 20 metros de su parcela le consume 1/3 del día.
Toda acción requiere un esfuerzo que se puede apreciar en los movimientos apesadumbrados de la anciana y en cómo las pocas y puntuales mecánicas del juego (ordeñar, arar, moldear queso) nos obligan a ser pacientes. Una vez entendido el coste de oportunidad que supone cada movimiento, el jugador toma consciencia de la dureza de la vida rural. Es aquí donde el juego pone las bases para convertirse en una obra evocadora. Que no romantiza la vida solitaria y rural, pero si la pone en valor. Que no demoniza la vida urbana, pero si le quita brillo.
Pese a la dureza de su día a día, Talma entona canciones silbando mientras ordeña a sus cabras o remueve la leche para hacer queso. Y sea cuando sea, hacer click sobre su avatar será respondido con un efusivo saludo al aire, que gusta realizar cuando llega el tendero a la puerta de nuestra parcela. Este comerciante es el único contacto humano que tiene la anciana. Además de traer consigo mercancía y cartas de la ciudad donde vive el resto de la familia.
No hay día que no llegue correo. Los hermanos y descendientes de Talma viven en una ciudad cercana, mientras añoran su porción de desierto. Y, sin embargo, todas esas palabras prometiendo visitas tempranas se quedan en eso, en palabras. Llega un punto en el que todas las cartas empiezan a narrar los problemas que en la ciudad acontecen. Escritos a modo de desahogo, despejando los balones al ya maltrecho tejado de Talma. Hermanos, nietos y sobrinos idealizan la vida en la granja mientras hablan de “tiempos más felices”. Equivocando la soledad con la paz.
Esa soledad para una anciana significa incapacidad. Es cierto, ella ha elegido hasta cierto punto esta vida. Pero uno siente admiración por su voluntad de levantarse cada día y valerse por sí misma. Cuando alguna noche que otra aparecen lobos, solo hay una escopeta y un par de cartuchos de los que echar mano para intentar que estos no maten a las cabras. Hacer lo que se puede para amanecer al día siguiente y no escuchar el cacareo de las gallinas es desolador. No porque se acaben los alimentos, sino porque con ellas se marchan los propósitos para vivir.
La situación llega a ser insostenible y dentro de las vallas blancas ya solo queda la vida de Talma, que cada vez camina más despacio. Comienzan a llegar días de lluvia torrencial y después una fuerte tormenta de arena. Cansado de intentar aprovechar esas jornadas para alejarme un poco más de casa y explorar para acabar vencido por la caída de la noche, decido no levantarme del sofá durante todo el día. Me dispongo a leer los libros que las cartas me han impedido leer.
Entre el carraspeo de la arena chocando contra la desconchada fachada se cuela el jaleo del comerciante. Hago que Talma se levante de su butaca para salir a recibirle. La recompensa es una última carta y una especie de breve adiós que intenta encapsular el sentimiento de tantos años de pequeñas conversaciones a la puerta de la parcela. Se marcha corriendo. El correo trae buenas nuevas de la ciudad, las preocupaciones familiares en la urbe se han acabado.
Al día siguiente el desierto aparece cubierto de nieve, los pasos de Talma se marcan a un ritmo que hace presagiar el fin. Ante el miedo de quedar tirado en medio de la nada, me dirijo a dar el último adiós al difunto esposo de la anciana, para que ella acabe cayendo ante su tumba.
Si The Stillness of the Wind da pie a estos relatos es gracias al respeto y entendimiento que demuestra sobre las situaciones que trata. Tiene su propio simbolismo, que tiene que ver más con el recuerdo que con lo que se vive. Pero su efectividad comunicativa parte de hacer consciente al jugador de las limitaciones de una vida humana que se apaga, enfatizándolas con la soledad. Y pese a todo, no transcurre jornada sin razones para seguir viviendo. Hasta el último aliento.