Si hay un estudio que, a día de hoy, se ha fraguado una reputación férrea es From Software. Alrededor de la empresa japonesa gira cierta mitología propia, nacida de la identidad tan particular que desprenden sus juegos. Sí, todo el rollo de la dificultad y el prepare to die son una parte integral de esta, pero mucho más si nos sumergimos en qué identifica a un juego como una creación de From.
Si bien es verdad que esto se puede considerar como algo positivo (ser fácilmente identificable te desmarca de los demás, creando cierto caché), también puede convertirse en una jaula metafórica. La saga Souls, con todo lo bueno que tiene, tiene tanta tracción que también parecía haber marcado unos límites a la manera en la que Hidetaka Miyazaki y su equipo se aproximaban a la creación de nuevos títulos. Bloodborne, pese a no ser un Souls, es prueba fehaciente de ello. Es por eso que Sekiro: Shadows Die Twice, lo nuevo de From Software, es una apuesta arriesgada. Sí, tiene elementos claramente reconocibles de los action RPGs del estudio, pero también sorprende rompiendo muchos de los grilletes que se habían convertido en las facetas más reconocibles de sus obras.
De Bloodborne se dijo que “no sería otro Souls“. Sus creadores se esforzaron por darle unas vueltas de tuerca bastante interesantes, pero nunca llegó a dar esa sensación de ruptura. La palabra “Soulsborne” atestigua que el título, pese a no llevar el nombre de la saga, forma espiritualmente parte de ella. Eso sí, este esfuerzo “fallido” dejaba claras unas intenciones: Dark Souls tenía que acabar y la brújula de From apuntaba hacia nuevas fronteras. Con Sekiro: Shadows Die Twice se quiso dejar claro desde un principio que el público no estaba ante más de lo mismo. Sí, evidentemente se podían trazar ciertos paralelismos con la aclamada saga Souls, pero los muros que la separan de este nuevo juego son bastante claros.
Desde que el título llegó al mercado, se ha hablado muchísimo sobre él y no ha dejado indiferente a nadie. Hay dos afirmaciones que he visto repetidas hasta la saciedad, ambas muy interesantes de tratar: “esto en Dark Souls no pasaba” y “Sekiro es demasiado difícil, ¡si yo soy un veterano!”. La primera evidencia que una personalidad imaginaria tan fuerte puede ser incluso contraproducente, algo que ha servido para menguar el disfrute que muchos jugadores han tenido con este juego. De la segunda se ha hablado ya largo y tendido, con lo que no es un tema que vaya a tratar en este artículo en profundidad.
Sekiro: Shadows Die Twice no es un action RPG. No es un título con narrativa difusa. No es una obra con altos niveles de personalización. No es un Soulsborne. Sí, esta es una afirmación bastante rotunda, y hay que admitir que lo nuevo de From Software tiene pinceladas bastante reconocibles de sus predecesores, pero también se esfuerza categóricamente por incluir poca tradición en su poderosa identidad única. Tenemos checkpoints como en anteriores juegos del estudio, curas limitadas que recuerdan a los Frascos de Estus, un sistema de pelea a priori familiar y muchas de las pequeñas cosas a los que los fanáticos de Dark Souls estamos acostumbrados… y aún así no es suficiente. El corazón de Sekiro late con tanta fuerza que se oye muy por encima de todo esto.
Ante sus primeras horas, la reacción general parece ser bastante homogénea: la nueva obra de Miyazaki busca incomodar y desorientar a los veteranos incluso más que a los novatos. Sus mecánicas, las herramientas que nos dan, el diseño de niveles e incluso la progresión de nuestro personaje chocan rotundamente con todo aquello que define a la saga Dark Souls. Para acercarse a Sekiro hay que hacer borrón y cuenta nueva mental. Es algo fresco, y el gran disfrute que ofrece el juego empieza a notarse cuando buscamos tutearlo, conocerlo de verdad. En el nuevo mundo de From Software se piden tres cosas fundamentales: saber navegar sus escenarios (tanto horizontal como verticalmente), hacer uso de todas sus herramientas y mantener la calma a la hora de entrar en combate. Estos tres elementos principales se unen para formar una experiencia jugable que comienza a brillar tras reconocer que debemos romper con lo antiguo.
Hablando con amigos, una de las quejas fundamentales que he oído acerca de las peleas es que “te obligan a hacer parry”, es decir, a bloquear en el último momento en vez de poder anticipar los ataques con una defensa férrea o evadirlos ágilmente. Ya no se trata de un mero enfrentamiento, sino que derrotar a nuestros contrincantes es similar a un baile, hay un ritmo inherente que ha de ser interiorizado para vencer. “Sorprendentemente”, Sekiroquiere que lo juguemos como si fuese un título único, no el heredero de triunfos pasados. Sus enfrentamientos comienzan con sigilo y acaban con golpes tan acertados como pacientes. Sus escenarios están hechos para ser maniobrados con agilidad y picaresca. Su gran elenco de objetos y habilidades inspira estilos de juego tan distintos como cambiantes, creando un dinamismo que se contrapone absolutamente a la progresión pausada, numérica y planeada de la saga Souls. Aquí hemos venido a cortar con el pasado.
Esta filosofía de diseño se ve plasmada en prácticamente todos los puntos del título. Atrás queda la dinámica de crear avatares para el jugador, seguir una trama implícita mientras construimos un mundo ya acabado en nuestras cabezas y enfrentarnos a los restos de algo más grande que nosotros. Aquí tenemos una historia convencional, en la cual controlaremos al Lobo, un shinobi encargado de proteger a un niño muy especial y acabar con la maldición de la inmortalidad. Sin menospreciar el avance mecánico de From Software, aquí es donde vemos el contraste más grande con aquello que ha hecho conocido al estudio japonés. El foco ya no está puesto en hechos pasados, sino que estamos en el centro de una aventura; ya no somos un mero extranjero adentrándose en lo desconocido, sino una pieza clave, con conexiones a los personajes y algo que perder en esta espinosa cruzada. Eso sí, esto no significa que la tierra que estamos visitando sea familiar o que se nos dé todo masticado, más bien todo lo contrario.
Sekiro: Shadows Die Twice es uno de los títulos más explícitamente japoneses que he visto en los 20 y tantos años que llevo jugando. La representación del mundo y la espiritualidad niponas no solo no están simplificadas para un público occidental, sino que forman una parte muy importante del contexto temático del título. Habría sido muy fácil acudir a las figuras típicas de la representación cultural global del país del Sol naciente: un samurái como protagonista, yokais y onis como antagonistas y arreando, ¿no? From Software exige mucho al jugador, pero se exige aún más a sí misma, el camino fácil nunca fue una opción. Resulta curioso ver a un estudio japonés conocido, precisamente, por su visión de la fantasía medieval de Occidente acercarse a sus propias raíces históricas y religiosas. Esto y la manera de plasmar su identidad ya serían una razón para alabar el título, pero el juego no busca quedarse en lo estético y referencial, sino que hace de su faceta espiritual la parte central de su identidad. Toca hablar, trazando muy grueso, sobre la visión budista del estancamiento y la razón de esta reinvención por parte de From.
No voy a hacer como que puedo hablar de manera extensa del budismo ya que, como a gran parte de mis compañeros occidentales, no es algo en lo que esté muy versado. Aún así, tras terminar Sekiro hay algo que me ha quedado muy claro: el estancamiento es malo, corrompe tanto el cuerpo como la mente y solo causa infortunio. Esta es la columna vertebral temática que Hidetaka Miyazaki ha elegido para su nueva creación. Ya hablé antes de cómo los Soulsborne son cosa del pasado, y es que sería hasta hipócrita hacer lo mismo de siempre hablando sobre el daño que causa el aferrarse al pasado. Este casi desprecio por no evolucionar y las consecuencias de contentarse con lo inmóvil están presentes por doquier dentro de la obra. Su diseño fundamental, argumento general, personajes e incluso mecánicas se ven, ya no permeadas, sino empapadas por la creencia de que la única manera de crecer es ir hacia adelante.
Uno de los ejemplos más claros de este mensaje es una de las mecánicas más criticadas del juego, la dracogripe. A medida que vayamos muriendo, esta enfermedad se irá extendiendo, haciendo que los NPCs del juego se contagien y cerrando sus líneas argumentales hasta que sean curados. Es una pena que esté aplicado tan torpemente, pues ejecutarlo de manera que reflejase mejor las consecuencias de esta inmortalidad enfermiza ayudaría a potenciar el mensaje central de la obra.
Sekiro: Shadows Die Twice es un título atrevido para un estudio que ya estaba en una posición más que cómoda. Es valiente, como mínimo, ver que se han esforzado para hacer sentir que su público objetivo se sienta fuera de casa para poder ejercer su visión artística. From Software y Miyazaki buscan, con esta nueva obra, nuevos horizontes, romper sus cadenas y crear una experiencia renovadora. La tradición se encuentra con la frescura. No es para nada perfecto; la dracogripe es una oportunidad desaprovechada, el sigilo está infrautilizado e infradesarrollado y tiene algunos problemas de cámara importantes, pero estos defectos palidecen en comparación con todas las virtudes de la obra. Sobre todo, es un título valiente, pero sin pecar de arrogante, que arriesga mucho para plasmar, en un mercado internacional, ideas que quizás a más de uno le sean difíciles de asimilar. Estamos ante uno de esos videojuegos que serán recordados y que cimientan la madurez de un equipo capaz y cada día más experimentado.