Un fantasma recorre el mundillo de los videojuegos. Es un fantasma que rara vez se muestra con claridad pero avanza sin remedio. Las grandes compañías lo nombran, de vez en cuando le dedican alguna que otra alabanza, los medios hablan de él, los jugadores lo sienten aunque no terminen de verlo. Es el fantasma de los juegos como servicio.
Es cierto que los videojuegos son un medio cada día mas vasto y más ancho y abarcan en su seno todo tipo de propuestas —desde los Battle Royal hasta los walking simulator, desde el E3 hasta GDC Lavapiés —, todas y cada una de ellas igual de válidas y respetables, todas merecedoras de la atención del público. Pero en el último año ha habido un gran tema que ha ocupado la mayor parte del debate, y dentro de él, ciertos términos sobre los que se ha puesto, con una luz cada vez más intensa, el foco.
Uno de estos términos saltó a primera plana con especial fuerza tras la publicación de Battlefront II, un juego que conseguía lo que nunca antes se había logrado: que las microtransacciones —en concreto, las cajas de loot— pesaran más en la balanza que la calidad del propio juego. Es decir, que un juego que, a priori, podía estar muy bien, veía lastrada su experiencia por un sistema de micropagos tan agresivo que incluso determinaba la progresión de los jugadores en sus modos online. El resultado fue el descontento general con el juego y una solución desesperada por parte de la compañía: retirar las microtransacciones hasta nueva orden. Hasta tal punto llegó el caso que un representante de Lucasfilm tuvo que hablar sobre ello públicamente. Pero antes de Battlefront II ya teníamos micropagos y cajas de loot para dar y regalar, y ya había habido debates sobre el tema. Ubisoft, por poner solo un ejemplo de otra compañía criticada por lo mismo, ya había salido a defender el modelo de la tienda in-game de For Honor.
Otras empresas han implementado estas prácticas de forma más acertada en sus productos: Overwatch, Destiny o incluso Fortnite, pueden ser ejemplos de títulos que, con sus diferentes esquemas, apuestan por una experiencia multijugador sostenida en el tiempo, y que, de algún modo, justifican la existencia de micropagos con una publicación continua de contenido, eventos y demás parafernalia para mantener a la comunidad activa. Y no solo se justifican: en estos casos, las cajas de loot o micropagos no lastran la experiencia de juego. Y a ninguno de ellos les ha ido especialmente mal, de ahí que sea totalmente comprensible la tendencia por parte de las empresas de apostar cada vez menos por las experiencias tradicionales y más por los juegos como servicio. EA declaraba hace unos meses que este modelo de negocio mejoraba considerablemente sus expectativas económicas. Y desde Square Enix hablaban también de ello el año pasado y, de hecho, lo llevaban a la práctica con Final Fantasy XV: seguramente, el primer videojuego para un jugador que ha conseguido mantenerse activo y evolucionando en el tiempo.
Por lo tanto, ni si quiera podemos hablar ya únicamente de juegos multijugador que apuestan por este modelo. También ha llegado a los títulos single player. Y cómo no, también ha habido entre éstos casos sonados como el de Sombras de Guerra, una experiencia para un jugador que —no sé si torpemente— tomaba lo peor de los juegos como servicio y lo implementaba en una experiencia de juego tradicional: las cajas de loot. El debate en este caso no fue si éstas afectaban demasiado al gameplay como en el caso de Battlefront (aunque también), sino hasta qué punto tenía sentido ofrecer microtransacciones en un modelo tradicional de videojuego, que no iba a sostenerse y evolucionar en el tiempo. El resultado, aunque ya meses después, fue que Warner retiró los micropagos de Sombras de Guerra y emitió un comunicado admitiendo públicamente que habían sido un error y que, efectivamente, empeoraban el título.
En mitad de todo este debate y esta vorágine de declaraciones, de ganancias, de idas y venidas de cajas de loot y de, por primera vez, gobiernos que investigan la legalidad de estas prácticas, ha vuelto a aparecer alguien dispuesto a clavar su hacha Leviatán en la cabeza de cualquier fantasma.
Sí, con la publicación de God of War, Sony ha conseguido hacer tambalearse al panorama. Por un lado, por la recepción inmejorable que ha tenido el título (que sigue con una media de 94 en metacritic). Y por otro, y esto es lo que nos interesa, por algo que hace unos años no extrañaría a nadie y que, en cambio, hoy es del todo inusual: por no querer sangrar a los jugadores. Santa Monica ha apostado por un videojuego de un jugador que sigue el modelo que siempre hemos conocido. Una historia con un fuerte componente narrativo, lineal, con principio y fin. Un juego de precio único. Sin trampas. Sin cajas de loot. Sin micropagos. Nada. Y no porque el juego no los soportara: el sistema de progresión y distintos niveles de equipo encajaría perfectamente con las compras in-game, como ya hemos visto en otros juegos con sistemas similares.
Pero la apuesta con God of War va más allá del propio juego. Es la apuesta por un modelo y, por lo tanto, el rechazo de otro. Otras compañías, como Bethesda, habían declarado públicamente que, pese a que algunos títulos vendieron por debajo de lo esperado, seguirían insistiendo en las experiencias para un jugador (de hecho, publicaron un video sobre el tema). Nintendo también lo ha seguido haciendo con sus grandes sagas. Pero quizás resulte más llamativo, también más curioso, que tenga que ser Kratos, un semidiós que recordábamos cabreado, lleno de ira, lejos de cualquier profundidad narrativa, y después de haber pasado, además, por una apuesta multijugador, quien volviese para poner las cosas en su sitio: el público sigue queriendo, y las ventas lo están demostrando, experiencias tradicionales. Todavía hay gente que espera poder comprar un juego sabiendo qué esta pagando y qué puede esperar, sin skins, sin cajas sorpresa y sin más desbloqueables que los que uno puede conseguir jugando.
No sé a cuantos directivos de empresas hemos escuchado en el último año hablando del fin de las experiencias para un jugador. Yo, sin duda, prefiero quedarme las lágrimas de Corey Barlog leyendo las críticas a God of War, porque demuestran que ahí, entre las grandes desarrolladoras y los presupuestos astronómicos, todavía queda espacio para los videojuegos que se crean desde las entrañas y no desde la avaricia.