La bifurcación estética de Assassins Creed

Estrenada hace apenas dos meses la undécima entrega principal de la saga, poco queda de la primera semilla que engendró la franquicia Assassins Creed. De hecho, quizás sea la serie de videojuegos en activo que más ha mutado sus cimientos. Tanto es así, que no sería coherente juzgar la modernidad desde el prisma forjado por sus antepasados. Las expectativas de cada nuevo título ya no las marcan las bases asentadas hace 13 años y que sirvieron de influencia para el resto, sino su mimetización con las tendencias modernas marcadas por otros.

Pero hace un poco más de una década, cuando Assassins Creed todavía era un embrión, la idea primaria era que fuese una secuela directa de la serie de juegos de Prince of Persia que Ubisoft había dado a luz en la generación anterior (PS2). Al final, acabó creándose una IP totalmente nueva que recogía el testigo de las aventuras del príncipe, pero cuyo concepto se alejaba demasiado como para que tuviese sentido mantenerla bajo el mismo nombre. Y hasta aquí concuerdo bastante con las decisiones que se tomaron desde la dirección del juego. Assassins Creed se parece más bien poco a Prince of Persia. En lo que quizás no estoy tan de acuerdo es en los planteamientos que llevaron a este cambio de rumbo.

La serie de los asesinos que conocemos hoy día es fruto del camino que tomó Ubisoft ante las oportunidades que surgían de crear un mundo abierto situado en momentos y lugares muy determinados de la historia. Una idea ganadora desde su génesis que hasta entonces solo Shenmue había llevado a cabo con más o menos éxito. Pero, al ser Assassins Creed descendiente de Prince of Persia, la relación con el entorno no podía tomar el camino calmado y contemplativo de la obra de Yu Suzuki. Como heredero de la saga del príncipe, Altair tenía que moverse por Damasco a base de saltos y acrobacias por las alturas y el conflicto ser su respuesta predeterminada.

El gran avance mecánico que trajo Assassins Creed fue su esquema de control contextual -no porque fuese el primero en utilizar uno, sino por cómo condiciona las relaciones con su mundo-. Según la situación del avatar, pulsar la “X” podía servir para saltar, sentarse en un banco o apartar a las multitudes. Pero, mientras que este diseño hacía que Altair se mimetizase con el medio para no desentonar, el jugador se veía alejado bruscamente de la acción. Evitar a los guardias o templarios de turno conllevaba caminar rezando o mantenerse sentado, hasta el punto de que soltar el mando se convertía en un acto reflejo -no hace falta que diga que esto es nefasto-. La simplificación mecánica de Assassins Creed no busca una jugabilidad más pulida, sino entrometerse lo menos posible en la experiencia del jugador, y el resultado termina dejándole en un limbo extraño más cercano a ser espectador que protagonista.

Consecuencia directa de esto es el enfoque que se le da a una mecánica central que perdurará en la saga como centro innegociable durante la próxima década: el parkour. Caminar sobre edificios es una característica inseparable de los asesinos. Es su vehículo para no mezclarse con la masa, evitar miradas enemigas y ganar ventaja de altura contra sus oponentes. Además de ser parte del legado estético de Prince of Persia. Pero esos juegos eran plataformas, es decir, que superar obstáculos en forma de arquitectura era la principal vía de avance. Aquí el plataformeo ha quedado reducido a pulsar un gatillo y a veces un botón para recorrer todos los tejados del medio oriente. El desplazamiento por la arquitectura pasa a ser así mera caracterización de personaje, un añadido más a la personalidad de Altair. Y, por más que sea coherente con el resto del diseño, me parece bastante evidente el desaprovechamiento de los portentosos constructos arquitectónicos que entrega a entrega nos ha brindado la saga.

Llegados a este punto, es interesante rescatar el primer Prince of Persia. El de 1989. Un juego que primero fue arquitectura y después ya pensaríamos en cómo navegarla. Prueba de ello es que todos los botones utilizados implican movimiento, y estos se adaptan al palacio por el que avanzamos a través de pasadizos repletos de trampas y cambios de nivel. Los botones que usualmente se utilizan para acciones más complejas que el simple desplazamiento son dos. Uno hace que el avatar salte hacia delante con el objetivo de superar fosos o evitar trampas en el suelo. El otro sirve para dar un único y precavido paso hacia adelante para situarnos de forma más precisa en el espacio y ejecutar nuestro siguiente movimiento. Y no solo eso nos empuja a tener en cuenta el lugar que navegamos, sino que al príncipe le cuesta arrancar cuando comienza a moverse, el sonido acentúa cada paso para darle peso propio y cada cornisa a la que saltamos parece suponer un gran esfuerzo. Una presencia física que provoca que un paso mal dado pueda acabar con el príncipe estampándose desde 9 metros contra el suelo.

Prince of Persia

Evidentemente, es absurdo pedirle a Assassins Creed unos controles tan específicos, pues sus entornos son mucho más amplios y complejos, por muy laberíntico que fuese a ratos el primer Prince of Persia. Pero sí que echo en falta una relación más estrecha con su arquitectura. Una que pida del jugador una implicación física mayor que la de pulsar dos botones simultáneamente y esperar los brincos de Altair, Ezio y todos los que vinieron después.

Y es una pena, porque la idea de situar la arquitectura en un primer plano seguro que llegó a estar ahí. De hecho, las archiconocidas atalayas, reversionadas hasta la saciedad por Ubisoft y decenas de juegos de mundo abierto durante los últimos diez años, simbolizan el avance (conocimiento del mapeado) a través de dominar la verticalidad del entorno (escalar las torres más altas). Pero el juego prefirió tomar la vía narrativa como centro de su universo y poner el énfasis en situarnos en el centro de las conspiraciones subterráneas que movían las sociedades que hoy vemos como principales sustentos de nuestro mundo actual. Una elección de prioridades que no implicaba maltratar así la esencia física de estos escenarios históricos, pero que sí empujaron al diseño hacia ahí. Conste que no estoy tratando de juzgar los avances e influencias que la saga trajo al videojuego, sino lamentar los que dejó atrás.

Aún con todo el esfuerzo de Ubisoft por quitarle protagonismo al movimiento, la idea de navegar ciudades que hoy solo existen en los escritos era demasiado potente. Prueba de ello es que con la llegada de cada nueva entrega, la especulación del público sobre el lugar de los hechos pedía a gritos nuevas topografías que explorar. La gente no quería revivir la historia a través de sus personajes, lo quería hacer a través de sus ciudades y emplazamientos. En el imaginario colectivo siempre sobrevivirá mejor escalar una catedral en la Florencia renacentista que poner fin a los tejemanejes de César de Borgia. Todo ello a pesar de que las mecánicas nos acercan más a VER estos lugares que a ESTAR en ellos.

Pulse X para caer delicadamente en un carro repleto de paja.

Pasado el tiempo, la evolución de Assassins Creed ha provocado que siempre se diga lo mismo cuando se acude a revisar su primera entrega: que es un juego muy repetitivo pero de tremendo valor por asentar unas ideas que más tarde darían algunos de los juegos más aclamados de la anterior generación. Yo me niego a verlo así, porque el único legado que dejó la aventura de Altair fue una estética hueca. Una capucha, unas cuchillas ocultas en la manga y la idea de tomar partido de la Historia en primera persona. De aquella primera entrega prefiero pensar que condenó a sus futuros capítulos a un techo más bajo del que podría haber alcanzado. Y todo porque puso el foco en ser un libro de historia interactivo más que en su faceta arqueológica. Por muchas licencias narrativas propias y componentes estéticos atractivos que añadiese, siempre quedará la espinita del camino que tomó a la hora de situar al jugador en lugares que solo el videojuego puede hacernos redescubrir físicamente.