Final Fantasy XV

La ausencia de lo personal

Capítulo 1

2004. Verano. No recuerdo exactamente el día, ni la hora, ni la temperatura, ni el rostro de las innumerables personas con las que aquel día me crucé; solo recuerdo a mis padres, sentados, cada uno en un lugar del salón, y yo, pequeño, apenas con diez años recién cumplidos, bajaba lentamente por las escaleras, probablemente proveniente de mi habitación. Miré a mis padres. Llevaba en la mano izquierda la Game Boy Advance con un juego sobre El libro de la selva (de Game Boy Color) sobresaliendo por el orificio de los cartuchos. La consola era semitransparente, con una tonalidad rosada que siempre provocó en mí un recelo extraño para mostrarla en público debido a las recurrentes burlas de mis amigos o compañeros de clase. Les pregunté qué pasaba y, tras un cambio en sus rostros, comenzaron a deleitarme con una vergonzosa pero agradecida canción de cumpleaños feliz. El tiempo dio de sí que cesaran ese extraño cante en «espaninglish» que balbuceaban, mezclando «happy» con «cumpleaños» de una manera prodigiosamente horrenda. Prosiguió el momento de los regalos y entre ellos se encontraba una pequeña caja rojiza, con unas escrituras grandes, llamativas y amarillentas que rezaban: «Pokémon»; pocos centímetros por debajo continuaba con «Edición Rubí» en blanco.

Ese fue, sin duda alguna, mi primer juego de Pokémon, el cual disfruté enormemente gracias a la ausencia de expectativas, de crítica, de observación meticulosa buscando el más mínimo de sus fallos, y de ese ego y prepotencia desmesuradas que se ganan con la edad. Simplemente jugué, no me planteé si sus mecánicas eran aceptables, si la curva de dificultad era lo suficientemente compleja para un niño de diez años; no cavilé sobre el argumento ni la narración. Simple y llanamente disfruté de un juego que, a día de hoy, sigo considerando uno de mis favoritos.

Los días, las semanas, los meses, los años… fueron sucediéndose, la edad apremiaba. En apenas un suspiro, y sin percatarme de ello, me encontraba en la veintena y mis manos reposaban sobre un teclado de lucecillas epilépticas y un ratón que no quedaba muy rezagado; jugando a Dios sabe qué. A mi vera, justo unos centímetros a la derecha del ratón, una libreta de tapa dura y negra, con unas letras bien definidas en una gama de tonalidades rojizas, se encontraba abierta con una serie de anotaciones sobre la narrativa, la jugabilidad, la curva de dificultad, la IA… sobre ese videojuego que en absoluto estaba disfrutando. Recuerdo el nombre, los personajes, el mundo, pero no tengo presente en ningún momento la respuesta a la pregunta que muchas personas me hacen: «¿Te gustó?». Basándome en las escrituras del cuadernillo no, había sido todo un desagrado para mí aquel dichoso videojuego; pero por mucho que buscara en cada parte de mi mente, en cada resquicio, no había ni un dato donde quedara palpable mi experiencia, mi vivencia, mis emociones y mi subjetividad personal. Todo era esa subjetividad objetiva que muchos buscamos y nadie encuentra.

Cojo el móvil, me tiro en la cama y decido pasar el tiempo antes de reunirme con Morfeo en leer a amigos desconocidos escribir sobre el último juego al que han dedicado horas de su vida, o simplemente opinar sobre el nuevo tráiler que se ha hecho público a lo largo del día. Recorro la TimeLine con la mirada, leyendo detenidamente a todos esos individuos; y con el tiempo me detengo, pienso, me pregunto: ¿habrán disfrutado realmente ese juego? Deslizo el dedo por la pantalla táctil del teléfono y pulso sobre la silueta del bocadillo; se abre el teclado y redacto una simple pregunta. Con el tiempo me llega una respuesta, a veces ofendida, aclarándome que obviamente ha disfrutado, o no, del susodicho; y tras ello vuelve a redactar una «tiny review» dándome las razones. Me detengo en cada palabra, en cada coma, punto y oración. Me fijo en el contenido, en cómo explica su opinión hablando sobre jugabilidad, gráficos, modelado de personajes o narrativa. Busco algún indicio de emoción, de sensación, de ese “algo” tan personal, único e intransferible que nadie podrá entender, pero que provoca en uno mismo una serie de pensamientos indescriptibles.

Capítulo 2

2017. Invierno. Algún día a mediados de enero. Me levanto temprano, abro la puerta del salón sin hacer ruido y saludo en un susurro apenas perceptible a mis gatos. Estos, adormecidos, se estiran, elevan su espalda creando una curva, y se acercan a mí en busca de una serie de caricias en sus diminutas cabezas y espaldas. Rápidamente empeño de forma satisfactoria mi rol de humano acariciador profesional de felinos, y con paso ligero, alcanzo la estantería que al final de la estancia se encuentra. Estiro el brazo y agarro con la mano una caja plateada, fría, con unos dibujos extraños y una nomenclatura familiar. Reconozco el arte de Yoshitaka Amano en la portada. Acercándome a la televisión, abro la caja, cojo el disco que en su interior hay, y lo deposito en la consola negra que descansa silenciosamente. Con el mando entre mis manos, voy pulsando teclas hasta que llego al icono del juego, presiono la X y se abre. Una melodía afligida, tranquila, lenta, que, poco a poco, va armándose de fuerza y emoción, acompañada de un cielo nocturno con una hermosa luna llena y una serie de nubes bailando al son de la canción; me saludan. Cojo una silla y la deposito justo delante del aparato, me siento y continúo con la aventura de Noctis. Empezando el décimo cuarto capítulo, me decidí a terminar el juego.

Ese fue, sin duda alguna, mi primer juego siendo adulto que disfruté como aquel Pokémon Edición Rubí cuando tenía diez años. Obvié todos aquellos detalles que me perseguían desde hacía unos años; esa maldición de mirar todo, cada detalle, con ojos críticos y subjetivamente objetivos. Simplemente dejé que las notas de Yoko Shimomura inundaran cada célula de mi cuerpo. Que los diseños de Tetsuya Nomura, Roberto Ferrari y Yusaku Nakaaki me cautivaran. Que el viaje de Hajime Tabata me enamorara. Y sentí. Me emocioné. Tuve ese «algo» que hacía años, o década, que no había tenido.

Cogí el móvil, me tiré en el sofá y, aún con lágrimas en los ojos, me dispuse a decir que Final Fantasy XV me había enamorado. Solo quería publicar aquellas palabras. Solo quería gritar al mundo digital que ese juego que tanta gente odiaba, aborrecía y había criticado por la falta de contenido, mala jugabilidad… a mí me había hecho sentir.

Y no lo hice.

Mantuve diálogos, triálogos y conversaciones extensas, sobre por qué la obra de Hajime Tabata era mediocre, e, incluso, me subí al carro de la crítica subjetivamente objetiva de porqué era de dicha manera. Mapeado. Narrativa. Desarrollo. Errores gráficos. Todo para dejar de lado la emoción, el sentimiento y lo personal.

Capítulo 3

2017. Verano. Inicios de septiembre. Tras una mala noche, protagonizada por un calor sofocante, un ventilador inepto y una cantidad de coches indeseable, me dispuse a rendirme apenas salido el Sol. Aferré un libro que tenía en la mesita de noche con la mano izquierda y salí con cuidado, no quería despertarla. Salí al patio. El Sol aún no había iniciado la contienda, por lo cual, la leve brisa mañanera golpeó levemente mi rostro, provocando en mí una sensación plácida y confortante. Abriendo el libro por donde el separador señalaba, proseguí con la lectura. La pasada noche, la lectura no había terminado de ser de mi agrado, Paolini me había perdido hacía unos cuantos años y no era capaz de reconquistar mi corazón tolkiniano; pero esa mañana todo era dispar. Las sensaciones físicas me habían tranquilizado, habían sosegado mi alma crítica. La lectura me estaba encantando. «¿Por qué?», pensé. «Es el mismo libro, nada ha cambiado», mas sí que algo lo había hecho: yo. Que yo hubiera evolucionado, provocó que percibiera la lectura de una manera distinta, que dejara el análisis continuo y meticuloso para pasar simplemente a la sensación, al disfrute y a lo personal. De pronto, el libro me estaba gustando.

«¿Qué importa la ausencia de un arco argumental si el resto, o, incluso, el todo, te hace sentir, ser, emocionar de una manera que ni las mejores historias podrían?», pasó cual flash por mi mente dicha pregunta, a la par que me acercaba a la estantería donde se hallaba la aventura de Noctis, Prompto, Gladio e Ignis, y recordé las más de ochenta horas que jugué, los momentos inolvidables que ese cuarteto me dio, las lloreras que tuve solo, en el salón de mi casa, acompañado simplemente de mi camiseta roída y tres gatos que me observaban anonadados y sin entender nada. Abrí la caja, vi el disco, lo saqué con sumo cuidado, lo introduje en la consola y volví a Eos, al hermoso lago de Duscae con los dos inmensos Catoblepas; con mi Sardinilla propia hecha Chocobo, y los diálogos de esos amigos que nunca olvidaré sobre el Regalia.

Más de diez años han pasado desde que jugué por primera vez Pokémon Edición Rubí, y a día de hoy sigo recordando la música de la ruta 104; la primera vez que llegué a ciudad Férrica o ciudad Arborada; la vez que capturé a Groudon y me pasé la Liga Pokémon. Mi batalla contra Blasco a la salida de la Calle Victoria. En todos estos años no he pensado ni una vez en nada más que no sea en lo genial que me pareció, no me planteé si era buen juego o no, ni si tenía fallos y, si así era, cuáles; simplemente opté mantener un buen recuerdo. Y eso mismo he decidido hacer con Final Fantasy XV. Por ende, dentro de diez años, aunque la gente siga considerándolo un juego mediocre, para nada a la altura de las aventuras de Yitán o Tidus; para mí será tan especial como lo fue Pokémon Edición Rubí. Será así simplemente porque dejé de lado esa ansia continua de demostrar a los demás que soy un buen crítico o entiendo de videojuegos más que nadie; porque dejé de lado su curva de dificultad, sus errores argumentales o bugs y glitches. Disfruté. Puede que mañana juegue a otro título y me fije en la distancia de visionado, en los modelados, texturas, curva de dificultad, etc., pero intentaré obviar todo eso y simplemente ver qué me dice, cómo me habla esa obra. Es probable que no sea perfecta, pero ¿quién o qué lo es?