Ghostrunner

Ghostrunner, cabeza alta pase lo que pase

No sé situar el inicio del mito, pero la katana se ha convertido en poco menos que un estamento en el videojuego moderno. Portar una de estas veneradas espadas es una decidida elección por lo estilístico en contraposición a lo pragmático. De hecho, una de las tendencias actuales es enfrentar al espadachín a decenas de enemigos con sus armas de fuego recién cargadas, símbolo inequívoco de que aquí hemos venido por el jogo bonito.

Pero en esta relativamente reciente estirpe de juegos lo importante no es la katana. Sí, la estética enfatiza la herramienta a base de cortes precisos que dejan una estela brillante, un chorretón de sangre y los miembros de nuestros oponentes desperdigados por la escena. Sin embargo, el verdadero foco de este tipo de títulos está en todo lo que viene antes del golpe de gracia. Como en la distancia tenemos desventaja, debemos acercarnos esquivando proyectiles y aprovechando las posibilidades que nos da el entorno. Es decir, que el énfasis de la acción está en el desplazamiento preciso y no en el desempeño con la espada. Y en ese fluir de movimientos que precede a cada tajo, Ghostrunner es un alumno aventajado.

Ghostrunner

El juego de One More Level – distribuído por 505 Games– es un plataformas en primera persona, una combinación que no suele prodigarse demasiado en el medio. Lo cual es lógico. Si la mayoría de juegos del género normalmente optan por una cámara en tercera persona y preferiblemente alejada del avatar que se maneja, es porque la posición del personaje que vemos es crucial para la precisión que suelen demandar estos videojuegos. Por eso se nos hace tan raro enfrentarnos  en primera persona a espacios pensados desde el plataformeo, porque no vemos el cuerpo del avatar sino que lo intuimos.

Hay juegos en primera persona -los nuevos Doom por ejemplo- que cuando introducen fases de saltos intentan simplificar la mecánica al mínimo. Pero Ghostrunner no solo no huye de esa mezcla antinatural, sino que la abraza y obliga a que el jugador la aprenda si quiere disfrutar mínimamente de la experiencia. El wallrunning es el elemento sobre el que se construye todo lo demás. Y correr por las paredes es tan fácil como pulsar el botón de salto y acercarse a una. Pero encadenarlo con los siguientes saltos y movimientos se convierte en un quilombo porque, aunque no lo veamos, el cuerpo del avatar debe de estar siempre bien orientado hacia nuestro próximo objetivo para sentir que las cosas siguen mínimamente bajo control.

Además del dash, la principal habilidad sobrenatural con la que contamos en combate -y en general- es la de parar el tiempo e inclinarnos hacia los lados mientras estamos en el aire. Pero la acción solo se congelará realmente cuando el jugador sea capaz de dominar el movimiento sin pensar en él, pudiendo leer el escenario a la par que fluye con todos sus elementos. Ghostrunner le exige al jugador lo mismo que se le exige a los buenos mediocentros en fútbol: que jueguen con la cabeza levantada y tengan la próxima jugada en mente antes de recibir el balón.

Inmisericorde ante este periodo de adaptación, el juego no deja de lanzar nuevos elementos que ensanchan el núcleo jugable. Tampoco nada nuevo: ganchos, railes que usar como tirolinas, rampas para deslizarse y amenazas varias ya sean como parte del entorno o en forma de enemigos. Sin embargo, no los añade de forma paulatina como tantos otros coetáneos obsesionados con la curva de dificultad. Lo hace de forma incluso barroca, recordando a ese diseño tan nintendero llevado a la perfección por Super Mario Bros. 3 y que parte de la introducción continua e intuitiva de ideas y su rápido desarrollo. El juego no se para dando vueltas sobre una mecánica o concepto, sino que salta de uno a otro con el frenetismo que nosotros brincamos de pared en pared. Aunque esto tiene como precio un ritmo bastante irregular de cimas y valles jugables.

El mejor nivel de Ghostrunner es la torre láser -T-073-M para los colegas-. Una fase en la que ascendemos vertical y  circularmente utilizando únicamente el gancho y el walrunning mientras esquivamos láseres que pivotan en torno a un pilar central. El resultado es una destilación brillante de desplazamiento y orientación en espacios tridimensionales. No parece casualidad que el resto de grandes momentos del título sean los que dejan el combate en segundo plano para acercarse al plataformas más puro.

Por el contrario, sus fases más bajas están concentradas casi todas en el último tercio de la aventura y tienen que ver con el goteo incesante de elementos que mencionaba antes. A medida que Ghostrunner va introduciendo nuevas tipologías de enemigos, los espacios destinados al combate se sienten saturados. Cerca del ecuador de la aventura, los niveles alcanzan un balance muy satisfactorio en el que los enemigos solo añaden capas de complejidad a nuestro fluir por el escenario. Pero encarando el final, los niveles que antes recorríamos de principio a fin de forma ininterrumpida -siempre y cuando no se muriera en el camino- comienzan a disgregarse en áreas que resolver individualmente antes de centrarnos en el resto de partes.

Gran parte del problema surge del propio diseño de enemigos. Sobre todo llaman la atención las decisiones tomadas con dos de ellos. Uno que empuña una katana como nosotros y otro que se protege con un escudo, significando la aparición de cualquiera de los dos un parón en la acción.  El primero porque reduce el enfrentamiento a esperar, bloquear y asestar el golpe de gracia. El segundo, porque solo deja desguarnecida una cuarta parte de su cuerpo y obliga a cogerle la espalda para eliminarle, lo cual supone unos cuantos segundos rodeándole. Y el problema no es que frenen la acción, lo cual no es negativo per sé. Pero bajar durante tantos segundos al suelo incluso llegando a parar completamente el movimiento desnaturaliza estas confrontaciones dentro de entornos con decenas de enemigos más que hablan otro idioma.

Prueba de la falta de inspiración de Ghostrunner a este respecto son los dos jefes finales que hay a lo largo de la aventura, uno totalmente rupturista y fallido y otro tremendamente blando para tratarse de un desafío final. Por suerte, el juego se redime en un último nivel que exprime hasta sus últimas consecuencias el correr y brincar entre paredes. Al fin y al cabo, eso es el centro de todo.

Ghostrunner
La ambientación de Ghostrunner es indistinguible del de cientos de distopías futuristas presentes en la cultura popular

Por hacer mención a la parte narrativa, esta tiene un peso irrisorio. A pesar de que creo que la ambientación cyberpunk sí que ha podido ayudar al diseño de niveles y a impulsar las ideas generales del título, la historia que cuenta es un saco de topicazos del género sin demasiada importancia. Además, todo lo que ocurre en Ghostrunner son conversaciones de radio entre protagonista y secundarios mientras el primero encadena saltos jugándose su integridad física. Algo así como una elevación de esas conversaciones de GTA en las que no te enteras de nada porque vas esquivando coches a 210km/h por el centro de Nueva York.

Ghostrunner comete errores de bulto incomprensibles, y el hecho de que la mayoría de ellos se vean magnificados en la recta final provoca que se puedan llegar a olvidar las virtudes que alberga en su particular y extrema forma de entender el movimiento. Lo que queda es un videojuego lleno de altibajos, pero ya le gustaría a muchos talibanes del diseño pulido derrochar la hiperactividad inconformista de este, por muy irregular que sea el resultado.

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