El momento que se llevaba fraguando durante la última década ya es una realidad inamovible: los eSports son un fenómeno de masas a nivel mundial. Uno cuyas cifras de espectadores y dinero generado no dejan lugar a duda mientras siguen creciendo de forma exponencial. Y como todas las actividades humanas desde que el capitalismo es el sistema económico predominante, cuando aparece una gallina que pone huevos de oro, le salen muchos dueños que pretenden explotarla hasta dejarla seca.
Existe cierto descaro en la carrera por desarrollar el juego que sea el próximo competitivo de moda. Toda desarrolladora grande que se precie -incluso muchas pequeñas o medianas- ha tratado de quedarse con una porción del pastel que supone el panorama de los eSports. Unas migajas que, aún lejos de los grandes exponentes -League of Legends, Counter Strike, Overwatch, Rocket League o los juegos bajo el paraguas del EVO-, siguen siendo demasiado jugosas para no intentarlo.
Esta tendencia no solo se ha nutrido de proyectos enfocados única y exclusivamente para gastar una bala en la búsqueda del pelotazo que supone ser un deporte electrónico de éxito, sino de juegos que ya son éxitos comerciales de por sí y que intentan meter el pie también aquí. Ya probó suerte Fortnite durante su primer año de explosión y parece que el mismo sendero va a caminar Fall Guys, un videojuego confeccionado como party game que, aunque muchas veces arcaico, esgrime sus físicas como principal argumento. También su capacidad para despertar los instintos competitivos más primitivos del ser humano, todo sea dicho. Lo que me sorprende de este fenómeno son las reflexiones que provoca, que vienen a caminar en afirmaciones parecidas a: “ahí viene otro iluso creyendo que puede llenar un pabellón con espectadores enfervorecidos”. A mí, sin embargo, me parece que enfatiza uno de los mayores problemas de base con los que cuenta esta industria: las competiciones se juegan en territorio privado y son gestionadas por empresas de la misma índole.
Explicarlo es muy sencillo. Digamos que para que un deporte llegue a ser reconocido como tal, antes debe de ser practicado por una comunidad de personas lo suficientemente grande y asentarse como parte de la cultura de determinados lugares geográficos para después poder ser exportado fuera de sus fronteras con más o menos éxito. Una vez un deporte tiene este colchón detrás, su regulación quedará en manos de personas que; o bien lo han practicado; o al menos tienen la profunda voluntad de velar por el correcto funcionamiento y evolución de todos los factores que componen la actividad que está regulando. Siempre poniendo el bien común de jugadores y equipos como prioridad.
Después, estas organizaciones podrán ser más o menos corruptas y operar o no en base a intereses propios, pero al menos su existencia cumple con el requisito expuesto. Por muy adulterada que esté la UEFA, si no fuese por ella hace mucho tiempo que el fútbol caminaría la senda del liberalismo extremo al que cada vez se acerca más y los clubes europeos ya estarían jugando la Superliga con la que amenazan desde hace más de 20 años. Lo mismo pasa con las franquicias de las ciudades más cosmopolitas en las majors estadounidenses o con cualquier deporte que llame a ser dominado por don dinero.
Precisamente por esto es problemático que cada eSport pertenezca totalmente a su empresa desarrolladora correspondiente. Es cierto que estas velan por el buen funcionamiento de sus juegos, porque de ello depende también su éxito particular y el contento de sus comunidades. Pero hay un claro problema en que la última palabra siempre esté en poder de los mandamases. Llámalos Riot, EA, Blizzard o como te plazca.
Esta estructura es la que ha provocado que durante los últimos 15 años la historia de Super Smash Bros. Melee sea la de sus jugadores contra Nintendo y Sakurai. La escena competitiva de Melee forjó su leyenda por sí sola, a base de jugar con los límites de sus mecánicas, los jugadores desarrollaron técnicas y jugaban de formas que los propios diseñadores del juego ignoraban. Sin embargo, a la gran N no le hacía mucha gracia que su obra se jugase en estos términos, y ha hecho todo lo posible por sepultar el Super Smash de Gamecube con nuevas entregas que le permitieran recobrar el control de su propio meta. Una lucha que no ha acabado con la persistencia de los jugadores de Melee, que hace escasos meses dotaron a su juego favorito de un online competente 18 años después de su salida al mercado.
Quizás, la mayor muestra de la encerrona que supone esta gestión para los jugadores se haya dado hace aproximadamente un año. Sí, estoy hablando de la polémica de Blizzard con el chaval que se pronunció a favor de las manifestaciones pro independencia en Hong Kong. El caso es que ‘blitzchung’, jugador profesional de Hearthstone, fue inmediatamente baneado por la empresa tras mandar un mensaje de apoyo a los manifestantes hongkoneses durante una retransmisión oficial de la propia Blizzard.
La desarrolladora, famosa por su discurso inclusivo y por dar pie a que las comunidades de sus juegos se expresen a través de los mismos en aras de la diversidad y la libertad de expresión -los fanarts de Overwatch son un mundo maravilloso-, apretó rápidamente el gatillo del veto por puro pánico. Blizzard había logrado entrar hace relativamente poco en el mercado chino de la mano de Tencent, algo muy difícil de lograr y que supone tener acceso a un público masivo. Por ello, cuando pensó que las palabras de ‘blitzchung’ podían comprometer sus relaciones con el gigante asiático, decidió curarse en salud. Finalmente, el veto fue levantado porque generó muchas críticas incluso dentro de la propia compañía. Sin embargo, es un caso claro de por qué es peligroso que la responsabilidad en estos casos caiga totalmente en manos de unos pocos que son los que tienen que dar cara ante inversores y no tanto ante las quejas de jugadores o personas de peso en la esfera competitiva.
En la industria de los eSports, la toma de decisión siempre está cerca del mando empresarial, y el camino de los propios videojuegos no permite ser muy optimista a la hora de imaginar un futuro en el que la comunidad de jugadores tome el control. Aunque cada vez se cuide más la figura del jugador profesional, los movimientos van dirigidos a otro público: el casual o amateur. Esto es porque las empresas responsables no ven a su público general como competidores, sino como consumidores. Una actitud magnificada por la política del play as service que hace que los juegos estén sujetos a continuos cambios en busca de proporcionar más contenido al comprador, dejando un poco de lado los deseos de la pequeña parte de la comunidad que busca ganarse la vida. Por ejemplo, en FIFA Ultimate Team los jugadores ya se han resignado a que cada nueva edición suponga un coste económico añadido para construir un equipo competitivo o a entrenar muchas más horas porque cualquier día llega un parche que cambia la forma de jugar de arriba a abajo.
Puede que los jugadores y equipos más laureados de League of Legends tengan ya cierto peso en el devenir de la competición y que hayan impulsado la creación de plataformas específicas como LoL eSports. Pero mientras los deportes electrónicos sigan estando en manos de corporaciones multimillonarias cuyos intereses son primero fiscales y después ya veremos, el jugador profesional -y el amateur- seguirá corriendo el riesgo de ser ninguneado. El primer paso debería ser crear asociaciones de jugadores -una por cada disciplina que cuente con un circuito competitivo considerable- con peso real en la toma de decisiones. Si los eSports quieren estar legitimados como merecen, es necesario que sus responsables hayan vivido la escena desde dentro y tengan interés real por sus competiciones.