Los miedos, al igual que el ser humano, evolucionan. Lejos quedan los terrores primigenios, para el homo sapiens rodeado de luces y neones. El futuro llama a la puerta, como el insaciable destripador de realidades que es. Las vísceras del pasado ya no sangran más. Las sombras son dinámicas, y el sol ha cambiado de posición.
En este nuestro presente, lo cierto es que nos movemos en tierra de nadie. Nuestro día a día está plagado de inseguridades, de tal manera que, si el encantador Freddy Krueger decidiera visitarnos en nuestros sueños, pudiendo así presenciar nuestros mayores temores, el estrés terminaría por buscarle la jubilación anticipada.Ansiamos que los monstruos de antaño vengan a devolvernos las emociones que llegar a fin de mes no es capaz de despertarnos; por ejemplo, sentir nuestros frágiles huesos temblar, por una razón distinta a facturas y llamadas promociones telefónicas. Por supuesto, la mayoría de los problemas que nos quitan el sueño hoy, ya estaban ayer. Sin embargo, nuestros miedos ahora son globales, son compartidos con millones de personas que no veremos jamás; esto nos asegura que el mal no viene de la sombra de nuestra habitación, sino que acecha a infinidad de desconocidos. Una misma oscuridad, repartida entre millares de inseguridades.
Desde que George A. Romero reflejara nuestra desconcertada sociedad a través de una horda descerebrada sedienta de carne humana, las pantallas de nuestros televisores y ordenadores han visto correr ríos de sangre y gritos. El arquetipo de zombie ha dado paso al espectáculo pirotécnico de la industria armamentística, patrocinando así masacres indiscriminadas por encima de nuestras inquietudes sensitivas. Hemos disparado a cientos, miles e incluso millones de muertos vivientes en Left 4 Dead, Call of Duty, o Dead Island, dejando así el miedo atrás, para construir una montaña rusa en su lugar. Las atracciones también pueden transmitir emociones, o saber gestionar los sobresaltos, pero en este caso están construidas a base de casquillos de bala.
Puede que la austeridad que experimentábamos en Resident Evilahora sea la que Fortnite, en su Battle Royal, nos presta al iniciar partida. La supervivencia ha pasado página, en efecto, y de los monstruos acunados en nuestra conciencia hemos llegado a conocer el verdadero ser del averno: la competencia humana. A modo de viva alegoría, la idea de enfrentarnos entre todos, hasta que sólo pueda quedar uno, a través de la mera fuerza y escalando desde la más azarosa de las miserias, es el libre mercado más feroz llevado a un microcosmos jugable. Ningún horror es comparable al de ser devorado por el prójimo.
Ante esta falta de recursos, el monstruo contenido en el armario, el susto pendiente del resorte, ha cedido a la sobreexposición como herramienta de evolución.Mientras Penumbra, hace ya más de una década, jugaba con nuestra inocencia y curiosidad; Outlast nos llega en otro momento vital completamente diferente, y apuesta por la sorpresa esquematizada y el susto burocrático, aderezado con la versión sádica de Tom y Jerry. Una poción brillante a todos los efectos. El primer plano, tener cada acción a poca distancia de nuestro campo de visión, es apuesta segura en esta nuestra época, donde podemos recrearnos visualmente. Por otro lado, si algo ha demostrado nuestra capacidad adaptativa, es que necesitamos nuevos rumbos constantemente, aunque sea con fines difusos o reiterativos.
De esta forma, la séptima entrega de Resident Evil aúna la vertiente contemporánea de la exposición visceral del miedo, junto al reflejo siempre inquietante del ser humano. Mientras logra centrar nuestra atención en los miembros de la familia que amablemente nos han acogido, bajo la premisa de hacernos viajar en un sofisticado tren de la bruja, el título de Capcom nos retrotrae a los tiempos en que El amanecer de los zombies tenía sentido como espejo de nuestra alma. Un trozo de cristal que daba sentido a la tortura silenciosa de Dorian Grey, o al mundo paralelo y grotesco de Silent Hill. La realidad frente a nuestras retinas, como el vacío más allá de la vida recreándose en nuestras debilidades más humanas.
Puede que hayamos dejado de creer en nuestros miedos, como el Japón que ha transformado a los yokai en instrumentos de diversión infantil, similares a Pokémon y a una imaginería de creatividad envidiable pero voluble. Los fantasmas de su propio folclore son hoy día mascotas videolúdicas, lo que dificulta irremediablemente una vuelta a la idiosincrasia del terror nipón, ligado a las creencias más ancestrales y el ensalzamiento de la oscuridad allí donde no llega la luz natural del sol. Un astro, el que todo lo ilumina, prescindible en estos tiempos de neones que citábamos varios párrafos atrás.
Lo que antes era un aparato para recibir y enviar llamadas sin tener que anclarnos a lugares concretos de una casa, ahora es un canal narrativo desde el cual crear realidades alternativas que invaden nuestro espacio. Es posible recrear emociones más humanas y cercanas que nunca, como en Entiérrame, mi amor o pasar de lo cotidiano a lo siniestro, como en Sara is Missing. Nos aterra la realidad más que la ficción; los misterios insondables nos rodean, ya no están en los límites de la locura, sino al alcance de un clic.
El terror cósmico camina por la tierra en forma de ansiedad; ya apenas queda hueco para soñar con monstruos de dimensiones lejanas, pero en la desesperación, donde las tres dimensiones se confunden con las infinitas posibilidades del universo, el videojuego sigue adentrándose en nuevos caminos. Puede que encontremos las palpitaciones descontroladas en las antiguas mansiones, habitadas por maldiciones inquebrantables, o quizás recurramos a revisiones del aterrador comportamiento cultural que conforma Animal Crossing. Las continuas influencias de otro tipo de artes seguirán proporcionándonos algún que otro ‘Frankenstein’ bien ejecutado, como es el caso de The Evil Within; pero nunca será suficiente si no construimos nuevas raíces sobre las que florecer.
En un acto inaudito de diligencia, tendremos que aprender a convivir con nuestros miedos de ahora, adorar a los del pasado, y soñar los del futuro. El instante no perdona, de la misma forma en que puedes estar leyendo estas palabras con la inquietud de no saber qué preparar para comer hoy, o cómo de escuálida estará tu cuenta corriente. No podemos aislarnos de nuestro contexto, menos aún de nuestra actividad cerebral. Ese cerebro que podría ser absorbido en cualquier momento por una criatura de la noche, pero que seguramente termine fundiéndose con la desazón antes de que eso ocurriera. Los demonios y el mal continuarán acechando en los videojuegos, no me cabe duda de ello, pero sí tengo demasiadas preguntas sin respuesta. Por ejemplo: ¿cómo está encendida mi consola, si está desenchufada? ¿Qué es ese ruido? ¿Ha venido el fantasma de mi anterior jefe a decirme que haga horas extra?